En la Inglaterra del Siglo XIV, era frecuente que los acusados fueran llevados a juicio sin abogado. Cuando alguno de ellos se fingía demente o guardaba silencio ante las preguntas, era torturado hasta que comenzaba a hablar, salvo que el Tribunal llegara al convencimiento de que era realmente mudo, sordo o un enajenado mental, en cuyo caso se le dispensaba de la tortura.
Este antecedente, pese a su brutalidad, da buena cuenta de la importancia que tiene y ha tenido en nuestra civilización el hecho de que aquél que encara una acusación por delito, comprenda el significado del juicio que se va a celebrar contra él, de forma que pueda defenderse, participar y dirigirse al Tribunal con pleno conocimiento de causa. Porque lo que puede estar en juego es nada menos que una pena de prisión, o, –si nos remontamos unas décadas al pasado de nuestra historia judicial–, incluso una pena de muerte.
Desde que el caso de Enríquez Negreira conmocionó al mundo del fútbol, la defensa del ex árbitro, ha mantenido que su cliente, ahora con 78 años de edad, sufre Alzheimer y no está en condiciones de ser juzgado. Lo de menos es que llegue a prestar declaración, pues cualquier investigado o acusado puede guardar silencio o mentir. Es su derecho y su decisión, normalmente ligada su estrategia de defensa. Pero, en cambio, existe un interés público, estatal, en asegurarse de que el acusado cuenta con capacidad para ser juzgado, comprender su juicio, e interactuar eficazmente con su abogado. Todo ciudadano tiene derecho a un juicio justo, y no lo es aquél juicio en que el acusado no sabe lo que sucede.
Por ello, la aparición de problemas mentales en los acusados durante la tramitación de la causa, introduce un serio condicionante en el proceso penal. La Ley de Enjuiciamiento Criminal, que data de 1882, denomina genéricamente a estos problemas «demencia», y los regula, en forma muy arcaica, y de imposible aplicación, en su artículo 383: «Si la demencia sobreviniera después de cometido el delito, concluso que sea el sumario se mandará archivar la causa por el Tribunal competente hasta que el procesado recobre la salud, disponiéndose además respecto de éste lo que el Código Penal prescribe para los que ejecutan el hecho en estado de demencia».
La norma es tan aberrante, que hace tiempo fue «reescrita» por la Jurisprudencia y la doctrina constitucional, aunque, formalmente, no se haya modificado.
Porque, imponer a un enajenado mental una medida de seguridad, –por ejemplo, un internamiento en establecimiento de salud mental– para neutralizar su supuesta peligrosidad, sin tener la certeza de que ha cometido realmente el hecho que se le atribuye, pugna con cualquier idea de justicia. El artículo 3 de la propia Ley de Enjuiciamiento Criminal señala que «no podrá ejecutarse pena ni medida de seguridad sino en virtud de sentencia firme dictada por el Juez o Tribunal competente…». Pero, obviamente, para llegar a esa sentencia firme es indispensable la previa celebración de un juicio con todas las garantías, y este no es imaginable frente a quien se halla mentalmente enajenado y ha perdido la capacidad de comprender su propio juicio.
Por eso, la Jurisprudencia, aplicando una versión del artículo 383 constitucional y acorde al Convenio Europeo de Derechos Humanos, establece que, si se acredita una situación de enajenación mental sobrevenida, simplemente ha de procederse al archivo de la causa y revisar periódicamente el estado del investigado/acusado para comprobar los posibles progresos de su mente y reactivar el proceso, en su caso. En el supuesto de que la enajenación se diagnostique como irreversible,…
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