Las investigaciones internas están marcando el presente y el futuro. Es urgente una norma que aporte seguridad, delimite la legalidad de las pruebas y garantice su traspaso leal al proceso penal.
Las investigaciones internas se han convertido en un fenómeno jurídico de primer orden, que precede o acompaña ya a cualquier proceso penal importante. Paradójicamente, avanzan en medio de una especie de limbo jurídico, lleno de contradicciones y que demanda urgentemente una regulación clara.
Hace unos meses, el Magistrado Manuel Marchena lamentaba públicamente que la ley 2/2023 de Protección al Denunciante haya introducido una nueva figura de investigador de hechos delictivos, el denominado responsable del sistema de los canales de denuncia, que se suma a las del juez instructor, el fiscal y la policía, dispersando la unidad de la investigación que corresponde a la jurisdicción penal.
Desde mi admiración por su enorme talla de jurista, tengo que discrepar. Las investigaciones —y, por tanto, los investigadores— de los delitos que comprometen penalmente a las corporaciones hace tiempo que tomaron tierra en España, de la mano de la responsabilidad penal de las personas jurídicas. El art. 31 quater del Código Penal premia a las organizaciones acusadas que aporten espontáneamente a los tribunales pruebas nuevas y decisivas para esclarecer las responsabilidades. El sistema estimula y espera de ellas esas pruebas.
Claro que tiene que haber investigadores.
En realidad, la llegada a España de la responsabilidad penal corporativa transformó considerablemente la práctica del Derecho Penal, obligando a redefinir conceptos y fórmulas que, hasta entonces, parecían esculpidas en mármol. Pero este es el Derecho Penal del futuro, el que ha querido nuestro legislador, y una pieza esencial de él es la colaboración público-privada en la investigación de los delitos. Las investigaciones internas ahorran costes y esfuerzos ingentes al Estado y permiten a las organizaciones conocer los hechos de primera mano y preparar, informadamente, su estrategia de defensa y/o colaboración. Las dos partes ganan, el sistema gana.
Aunque naturalmente, no es tan simple. En medio, y en juego, están los derechos fundamentales de los empleados investigados. Las garantías frente a una acusación son conquistas de muchos siglos de civilización, que no pueden banalizarse, por pragmatismo o ahorro.
Las investigaciones se han convertido en una realidad omnipresente. En general, los investigadores se esfuerzan por conjugar la eficacia en la búsqueda de los hechos con la seguridad jurídica —incluida, por cierto, la suya propia—. En realidad, todo suena casi milagroso, porque lo hacen en medio de un desierto normativo y entre vaivenes de la jurisprudencia.
La primera cuestión ardua fue la validez de los accesos a los ordenadores de empleados sospechosos. Pese al rotundo reconocimiento de la jurisdicción social, en las últimas décadas, de las facultades de control del empresario, sin más requisito que advertir claramente que los equipos informáticos son un canal abierto y sin expectativas de privacidad, la sentencia 528/2014 de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo —que reclamaba autorización judicial para la apertura de correos electrónicos del empleado, por entender que afectaba al secreto de las comunicaciones— supuso un frenazo en seco a lo que parecía una tendencia imparable y coherente con las severas obligaciones de control que la llegada del compliance había impuesto a las organizaciones. Aunque posteriormente el Supremo matizó aquella sentencia, no ha llegado a recuperarse un criterio seguro y que devuelva la confianza. Además, en 2017, el Tribunal de Estrasburgo dictó la denominada sentencia Barbulescu, fijando un conjunto de criterios para valorar la legalidad de estos accesos (el conocido como test Barbulescu) teóricamente impecables, pero cuya puesta en práctica deja demasiadas incertidumbres.
Algo parecido ocurre con las entrevistas a empleados sospechosos….
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