Como en la obra inmortal del John Milton, El Paraíso Perdido, los pecados de los moradores del paraíso -en este caso, pecados fiscales, o pecados de blanqueo de capitales-, están condenándoles a su pérdida, o por lo menos, precipitando su ocaso.
Los paraísos fiscales ya no son lo que eran. Estar o relacionarse con ellos, se ha convertido en una actuación de riesgo. Empresas que ubicaron sus sedes allí, en busca del Nirvana fiscal, empiezan a hacer las maletas. Para los operadores situados en la Unión Europea o en los denominados países terceros equivalentes, las relaciones económicas con los paraísos generan desasosiego y tensan las costuras de sus sistemas de compliance.
Diego Cabezuela, explica que el concepto de paraíso fiscal, -denominación ya sustituida en la nomenclatura oficial por eufemismos como jurisdicciones no cooperadoras, territorios de baja tributación, etc.– viene dado, fundamentalmente, por dos factores: la baja o nula tributación de los extranjeros, y sobre todo el secreto bancario y la consiguiente negativa a suministrar información a las autoridades de otros países. En realidad, el atractivo fundamental es este último, porque, si hay suministro de información, las personas o empresas con activos en un paraíso son un blanco fácil para sus propias Agencias Tributarias nacionales.
Sin embargo, el secreto y la negativa a suministrar información se hallan en claro retroceso.
Suiza, campeona del secreto bancario durante un siglo, claudicó definitivamente en 2018, marcando un hito histórico y un camino a seguir para todos los demás, como una especie de Flautista de Hamelin de la transparencia.
El sistema de listas negras y listas grises puesto en práctica por la OCDE, la UE y los países organizados, ha roto las reglas del juego y obligado a mover ficha a los países-paraíso. Como es sabido, las listas negras incluyen a los países que no suministran información, y las grises, a los que se han comprometido a hacerlo, pero aún están en período de cumplimiento. En realidad, luego lo hacen, o no, o lo hacen a medias, pero el avance, aunque lento, es imparable. Estar en las listas supone una rémora creciente en el comercio internacional y muchos países-paraíso desean escapar de ellas y entrar en el club de los países respetados. No les resulta fácil, porque su «industria fiscal» tiende a ser su principal fuente de ingresos. Pero la globalización de la economía, el auge internacional del compliance y la dureza de las medidas anti-paraíso, puestas en práctica por los países organizados, van cercando sus márgenes de maniobra. Los convenios de intercambio de información se van firmando y, mejor o peor, cumpliendo.
Para las empresas españolas, estar o relacionarse con operadores de paraísos fiscales entraña dificultades serias. Los paraísos son -riesgos legales aparte, claro- una opción entendible para particulares que buscan una buena, o nula, fiscalidad, o, por supuesto, para los que buscan esconder o poner en circulación ganancias ilícitas. Pero para las empresas organizadas, son una fuente de dolores de cabeza. Desde el punto de vista fiscal, los ingresos obtenidos en paraísos pueden «sumarse» por la Agencia Tributaria a las bases imponibles «españolas» si no hay actividad una empresarial real en el país-paraíso. Para los operadores que se relacionan con los paraísos, tanto la Ley del Impuesto de Sociedades como otras normas tributarias contienen un auténtico arsenal de mecanismos hostiles de disuasión fiscal, basados en la desconfianza y en la sospecha de fraude.
En materia de prevención del blanqueo de capitales, una operación económica con paraísos, enciende todas las alarmas…
Artículo completo publicado en Expansión
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